Juan José Castillo
Herrera
Un humilde homenaje a Monti
Pocas
son las personas que, llegada una determinada edad, son capaces de dejar en
nuestro interior tan profunda huella y marcarnos para el resto de nuestras
vidas. Tal es el caso de nuestro querido Monti, el profesor don Juan María
Montijano quien, habiéndose cruzado en mi camino tras mi reincorporación a la
universidad supo, sin quererlo, marcar mi rumbo y mis futuras líneas de
investigación en el ámbito académico.
Tras
un largo paréntesis de más de dos décadas, decidí reincorporarme a la
universidad con el deseo de concluir mis estudios de Historia del Arte, los
cuales quedaron inconclusos por razones que no vienen al caso. Mas lo que
comenzó cual simple pasatiempos, o como mera ampliación de conocimientos y
cultura general, se convirtió, en menos de 3 meses, en la pasión que Monti me
inyectó y que ha conseguido cautivarme para el resto de mis días.
Recuerdo
el día que entró por primera vez en el aula, ataviado con su habitual sombrero
negro y gafas de sol, su maletín colgado del hombro, y una sonrisa socarrona
muy difícil de interpretar. Sólo bastó un cruce de miradas, seguido de una
sonrisa cómplice y algo traviesa para, en cuestión de minutos, darnos un
apretón de manos en el vestíbulo del módulo de aulas y comenzar a forjar
nuestra amistad. Y Monti tan sólo había dicho una frase que me marcó para el
resto de mi vida académica: “Los miembros de la Academia neoplatónica de
Marsilio Ficino defendían que, el Reino de los Cielos, no sólo estaba reservado
a los hebreos, sino también a los vecinos de las naciones paganas, y que, con
la contemplación de la belleza de los dioses griegos y romanos, podrían llegar
a descubrir a Dios”. A partir de ahí supe cuál sería mi línea de investigación
y estudio, y fue ese el momento en que decidí que mi reingreso en la
universidad debía convertirse en mi absoluta reinvención laboral y académica.
Muchos
fueron los ratos que pasé en su despacho hablando de nuestras propias vidas,
tanto a nivel personal, como académica. Teníamos similares valores humanos, y
coincidíamos en gran parte de nuestra concepción de la vida. También nos
apasionaba la arquitectura, y por supuesto el discurso humanista. Muchos fueron
sus consejos, y varias veces tuvo que soportar mis desahogos. Un día consiguió
hacerme llorar en su despacho, porque su gran capacidad humana, su inmenso
corazón, y su absoluta e inefable paciencia, hicieron que me viese pequeño y
vulnerable, mas él me dio un abrazo y finalizaron, para siempre, tamañas
angustias académicas.
Sus
clases magistrales eran divertidísimas, si bien hay que reconocer que había
veces que costaba seguir el hilo de su discurso. Nunca pude ir con él a Roma, ni
tampoco disfrutar de las becas que él mismo gestionaba y que me animaba a
solicitar. Pero sí disfruté con él de un breve viaje a las ciudades
monumentales de Úbeda y Baeza, consiguiendo fascinarme con su habilidad para
interpretar la arquitectura renacentista y barroca, amén de conseguir, con su
tenue, pero a la vez penetrante voz, persuadir a todos sus oyentes y captar su
atención. Allí comimos juntos, tomamos café juntos, paseamos juntos, y también
¡cantamos juntos!
Monti
no es solo un profesor de la universidad. Monti es Monti, y siempre será Monti,
y esté o no presente, siempre vivirá en mi corazón. Aún tengo la esperanza de
cruzarme con él por los pasillos, y todavía los pasos se me dirigen solos hacia
su despacho cada vez que voy a la facultad. Tengo sus libros, guardo sus
trabajos, sus apuntes, y es mi referente académico, pero el tesoro que mejor
conservo es su sonrisa y su cariño. Muy difícil será que este hueco vuelva a
llenarse dentro de mí.
Hasta
siempre, Monti. Los putti del cielo
te recibirán a bien seguro con sus brazos abiertos, te rodearán con sus alitas,
y te prepararán un buen sitio para que descanses. Doy gracias al cielo por
haberte cruzado en mi camino.