“Mi padre era un arameo errante....”
y así es, con estas bellísimas palabras, cómo los descendientes de Abraham inician las enseñanzas de la Historia de la Salvación a sus hijos. Historia con una raíz, con un principio, con un presente, pero nunca con un fin. La Historia de la Salvación. Pero justo en la raíz empezó el problema; dos hijos de un mismo padre: Ismael, el hijo de la esclava; Isaac, el hijo de la libre.
Perdonadme el atrevimiento pero, aunque si bien no pretendo entrar en conjeturas o bien, poco esclarecidas constataciones, sí que es cierto que hay dos realidades visibles: aquellos que se confiesan descendientes directos de Abraham y, en el otro bando, aquellos que, también aferrados a sus firmes convicciones, se confiesan descendientes de Ismael. Ya digo, sin constatar, sin entrar en conjeturas, sin pretender ni muchísimo menos abrir líneas de investigación; pero ahí están los dos hermanos: condenados a rememorar esta tremenda “Historia de la Sinrazón”.
¡Qué triste es lo que ocurre en la Tierra de Canaan! Porque, disculpadme nuevamente el atrevimiento, pero desde tiempos inmemoriales, conocida ha sido siempre esta tierra como “La Tierra de Canaan”. Y repito nuevamente, ¡qué triste es lo que está ocurriendo en la Tierra de Canaan, la Tierra de Dios!
Dos realidades, dos vertientes, centenares de opiniones, miles de sufrimientos, millones de lágrimas vertidas, innumerables corazones desgarrados.... Dos pueblos condenados a vivir encerrados en una jaula de oro.
Hace pocos meses pude visitar esta bellísima tierra que, como bien dice la Escritura, es una “Tierra buena y espaciosa, tierra repleta de viñas y olivares, tierra que mana leche y miel”. De Norte a Sur y de Sur a Norte; de Oriente a Occidente, y de Occidente a Oriente, es una Tierra bellísima; es la Creación misma; es, sin lugar a dudas, la Tierra de Dios.
Al Sur está el inmenso y abrupto, rudo y áspero aunque también, porqué no, bellísimo desierto de Judá, en donde está el Mar Muerto, desembocadura del río Jordán, en la depresión más profunda de nuestro planeta. En la zona norte está la región de Galilea, lugar en donde vivió el Señor y, en el extremo más septentrional, está el macizo del Monte Hermón, que sirve de frontera con el Líbano y en donde están las bellísimas fuentes del río Jordán. Al oriente están los llamados “Altos del Golán” y, al occidente está el Mar Mediterráneo. Y en el centro de todo: JERUSALEM; ciudad santa por su historia, ciudad maldita por sus errores; ciudad esplendorosa porque allí se miraba el Señor como en un espejo, ciudad ennegrecida por la sinrazón de sus custodios.... y así podíamos seguir, pero no es el caso.
De nuevo digo ¡pero qué triste es lo que está ocurriendo en la Tierra de Dios!
Y así, cada uno, contando la historia que según le ha tocado en suerte, va entrando, poco a poco, segundo a segundo, día a día, año tras año, en la que yo llamo “Historia de la sinrazón”. Es triste, pero sí amigos: existe esta historia de la sinrazón. Porque Canaan, aquella bellísima tierra, aquel precioso rincón del planeta, habiendo sido testigo de las más bellas e increíbles hazañas jamás contadas, siendo el lugar en donde se han dado cita personajes irrepetibles; Canaan, en donde han tenido lugar inenarrables gestas e incontables episodios, es también hoy uno de los lugares más tristes de nuestro planeta: judíos y palestinos se disputan la tierra, los frutos, las fronteras, el idioma, las fiestas.... todo. Los judíos llaman a Canaan “Eretz Israel” y los árabes la llaman “Palestina”. Sin entrar nuevamente en detalles históricos y, ni mucho menos científicos -ya lo dije al principio-, sí que es cierto que cada uno la llama por su nombre; ambos tienen razón, ambos pisan su tierra -en Israel, suelo que pisas, suelo que es tuyo, de ahí los asentamientos....-, ambos tienen su “Historia de la Salvación” pero, ¡ay amigos! Aquí tenemos el problema: habéis hecho de esta maravillosa Historia de la Salvación una horrenda “Historia de la sinrazón”, porque -y perdonadme nuevamente-, todo aquello que se ordena por imposición y todas las acciones derivadas de la cerrazón, convierten nuestra vida pues eso..., en una “sinrazón”.
De hecho, la misma geografía habla por sí misma: en el lugar más bajo del planeta, se dan cita las más viles bajezas de los hombres: baja es la tierra, bajo es el hombre. En lo más escondido de la tierra, sale a la luz lo peor que cada hombre lleva dentro; ahí mismo, en la región en donde se encuentra la depresión más baja del planeta (400m bajo el nivel del mar), es donde están los sentimientos más bajos de los hombres que habitan la región: su propio egoísmo. Y no hay otro nombre, perdonadme nuevamente el atrevimiento.
Es lo mismo que la “Convivencia” y lo que yo llamo la “Sin-Vivencia” -extraño vocablo ¿verdad?, pero para mí es muy gráfico-. Podemos convivir cuando nos servimos unos a otros, es decir, nadie es más que nadie, ninguno es superior al otro; cada cual sirve en lo que puede al prójimo -eso me enseñó mi madre-. Por el contrario, está lo que yo llamo “Sin-Vivencia”, es decir, cuando cada cual tira para su lado y nadie está dispuesto a servir, o bien, para que no quede lugar a dudas, en la “Sin-Vivencia” afloran los más bajos sentimientos de los hombres -y de las mujeres, por si alguien se siente excluido/a de todo esto-.
En la Historia de la Salvación, desde su principio hasta su fin, continuamente se nos enseña y exhorta a servir al prójimo, a ser realmente útiles, a no ser egoístas..., o sea: ponernos al servicio del otro para así, gozar de una buena “Convivencia”. En la Historia de la sin-razón ocurre justo lo contrario: cada cual pone sus límites, establece sus propias fronteras, llama a las cosas por su particular nombre, habla sus propios idiomas; en resumen, cada cual tiene “su propia razón” y por ende, nadie es útil a nadie, por tanto, aparece la “Sin-Vivencia”.
Cuando servimos al prójimo, en el argot cristiano se llama “morir por el otro”, en el argot progre se podría llamar “ser solidario” y, en el argot de la calle se llamaría, sin lugar a dudas “ser gilipollas” -con perdón de los que realmente lo son-.
Los progres llaman a los judíos cosas sublimes como “insolidarios”, como también palabras de última generación como “intolerantes” e incluso verbos tan elegantemente adornados por un magnífico halo de hipócrita intelectualidad como “xenófobos”. Por otro lado, los demagogos e ignorantes denominan a los árabes con exquisitos vocablos revestidos de idiotez suprema como “violentos”, o también -en los casos en que no se quiere reconocer una realidad- “fanáticos”, e incluso generalizando y, sin piedad alguna, se les llega a llamar “terroristas”. Y por último está un servidor de todos vosotros, que llama “gilipollas” a todo aquel que sólo se crea una parte de esta tremenda historia -y esta vez no me disculpo-.
Todos tienen cabida en la Tierra de Canaan, mas ninguno tiene el derecho de apropiársela si Dios no se la da. Todos tienen sitio en la Tierra de Dios, mas ninguno tiene potestad alguna para expulsar a sus colonos -sean judíos, sean palestinos-. Todos han oído distintas voces pero de un mismo Dios, mas ninguno tiene el poder moral de imponer su convicción por la fuerza.... y así podríamos seguir y seguir, para no llegar a ningún sitio. Hay en la Tierra de Canaan un muro infranqueable, un frontera inexpugnable, un cordón de acero irrompible: en la Tierra de Dios hoy vive el egoísmo.
En fin, Señor, mi querido Señor, ¡pero qué triste es lo que está ocurriendo en tu Tierra!
y así es, con estas bellísimas palabras, cómo los descendientes de Abraham inician las enseñanzas de la Historia de la Salvación a sus hijos. Historia con una raíz, con un principio, con un presente, pero nunca con un fin. La Historia de la Salvación. Pero justo en la raíz empezó el problema; dos hijos de un mismo padre: Ismael, el hijo de la esclava; Isaac, el hijo de la libre.
Perdonadme el atrevimiento pero, aunque si bien no pretendo entrar en conjeturas o bien, poco esclarecidas constataciones, sí que es cierto que hay dos realidades visibles: aquellos que se confiesan descendientes directos de Abraham y, en el otro bando, aquellos que, también aferrados a sus firmes convicciones, se confiesan descendientes de Ismael. Ya digo, sin constatar, sin entrar en conjeturas, sin pretender ni muchísimo menos abrir líneas de investigación; pero ahí están los dos hermanos: condenados a rememorar esta tremenda “Historia de la Sinrazón”.
¡Qué triste es lo que ocurre en la Tierra de Canaan! Porque, disculpadme nuevamente el atrevimiento, pero desde tiempos inmemoriales, conocida ha sido siempre esta tierra como “La Tierra de Canaan”. Y repito nuevamente, ¡qué triste es lo que está ocurriendo en la Tierra de Canaan, la Tierra de Dios!
Dos realidades, dos vertientes, centenares de opiniones, miles de sufrimientos, millones de lágrimas vertidas, innumerables corazones desgarrados.... Dos pueblos condenados a vivir encerrados en una jaula de oro.
Hace pocos meses pude visitar esta bellísima tierra que, como bien dice la Escritura, es una “Tierra buena y espaciosa, tierra repleta de viñas y olivares, tierra que mana leche y miel”. De Norte a Sur y de Sur a Norte; de Oriente a Occidente, y de Occidente a Oriente, es una Tierra bellísima; es la Creación misma; es, sin lugar a dudas, la Tierra de Dios.
Al Sur está el inmenso y abrupto, rudo y áspero aunque también, porqué no, bellísimo desierto de Judá, en donde está el Mar Muerto, desembocadura del río Jordán, en la depresión más profunda de nuestro planeta. En la zona norte está la región de Galilea, lugar en donde vivió el Señor y, en el extremo más septentrional, está el macizo del Monte Hermón, que sirve de frontera con el Líbano y en donde están las bellísimas fuentes del río Jordán. Al oriente están los llamados “Altos del Golán” y, al occidente está el Mar Mediterráneo. Y en el centro de todo: JERUSALEM; ciudad santa por su historia, ciudad maldita por sus errores; ciudad esplendorosa porque allí se miraba el Señor como en un espejo, ciudad ennegrecida por la sinrazón de sus custodios.... y así podíamos seguir, pero no es el caso.
De nuevo digo ¡pero qué triste es lo que está ocurriendo en la Tierra de Dios!
Y así, cada uno, contando la historia que según le ha tocado en suerte, va entrando, poco a poco, segundo a segundo, día a día, año tras año, en la que yo llamo “Historia de la sinrazón”. Es triste, pero sí amigos: existe esta historia de la sinrazón. Porque Canaan, aquella bellísima tierra, aquel precioso rincón del planeta, habiendo sido testigo de las más bellas e increíbles hazañas jamás contadas, siendo el lugar en donde se han dado cita personajes irrepetibles; Canaan, en donde han tenido lugar inenarrables gestas e incontables episodios, es también hoy uno de los lugares más tristes de nuestro planeta: judíos y palestinos se disputan la tierra, los frutos, las fronteras, el idioma, las fiestas.... todo. Los judíos llaman a Canaan “Eretz Israel” y los árabes la llaman “Palestina”. Sin entrar nuevamente en detalles históricos y, ni mucho menos científicos -ya lo dije al principio-, sí que es cierto que cada uno la llama por su nombre; ambos tienen razón, ambos pisan su tierra -en Israel, suelo que pisas, suelo que es tuyo, de ahí los asentamientos....-, ambos tienen su “Historia de la Salvación” pero, ¡ay amigos! Aquí tenemos el problema: habéis hecho de esta maravillosa Historia de la Salvación una horrenda “Historia de la sinrazón”, porque -y perdonadme nuevamente-, todo aquello que se ordena por imposición y todas las acciones derivadas de la cerrazón, convierten nuestra vida pues eso..., en una “sinrazón”.
De hecho, la misma geografía habla por sí misma: en el lugar más bajo del planeta, se dan cita las más viles bajezas de los hombres: baja es la tierra, bajo es el hombre. En lo más escondido de la tierra, sale a la luz lo peor que cada hombre lleva dentro; ahí mismo, en la región en donde se encuentra la depresión más baja del planeta (400m bajo el nivel del mar), es donde están los sentimientos más bajos de los hombres que habitan la región: su propio egoísmo. Y no hay otro nombre, perdonadme nuevamente el atrevimiento.
Es lo mismo que la “Convivencia” y lo que yo llamo la “Sin-Vivencia” -extraño vocablo ¿verdad?, pero para mí es muy gráfico-. Podemos convivir cuando nos servimos unos a otros, es decir, nadie es más que nadie, ninguno es superior al otro; cada cual sirve en lo que puede al prójimo -eso me enseñó mi madre-. Por el contrario, está lo que yo llamo “Sin-Vivencia”, es decir, cuando cada cual tira para su lado y nadie está dispuesto a servir, o bien, para que no quede lugar a dudas, en la “Sin-Vivencia” afloran los más bajos sentimientos de los hombres -y de las mujeres, por si alguien se siente excluido/a de todo esto-.
En la Historia de la Salvación, desde su principio hasta su fin, continuamente se nos enseña y exhorta a servir al prójimo, a ser realmente útiles, a no ser egoístas..., o sea: ponernos al servicio del otro para así, gozar de una buena “Convivencia”. En la Historia de la sin-razón ocurre justo lo contrario: cada cual pone sus límites, establece sus propias fronteras, llama a las cosas por su particular nombre, habla sus propios idiomas; en resumen, cada cual tiene “su propia razón” y por ende, nadie es útil a nadie, por tanto, aparece la “Sin-Vivencia”.
Cuando servimos al prójimo, en el argot cristiano se llama “morir por el otro”, en el argot progre se podría llamar “ser solidario” y, en el argot de la calle se llamaría, sin lugar a dudas “ser gilipollas” -con perdón de los que realmente lo son-.
Los progres llaman a los judíos cosas sublimes como “insolidarios”, como también palabras de última generación como “intolerantes” e incluso verbos tan elegantemente adornados por un magnífico halo de hipócrita intelectualidad como “xenófobos”. Por otro lado, los demagogos e ignorantes denominan a los árabes con exquisitos vocablos revestidos de idiotez suprema como “violentos”, o también -en los casos en que no se quiere reconocer una realidad- “fanáticos”, e incluso generalizando y, sin piedad alguna, se les llega a llamar “terroristas”. Y por último está un servidor de todos vosotros, que llama “gilipollas” a todo aquel que sólo se crea una parte de esta tremenda historia -y esta vez no me disculpo-.
Todos tienen cabida en la Tierra de Canaan, mas ninguno tiene el derecho de apropiársela si Dios no se la da. Todos tienen sitio en la Tierra de Dios, mas ninguno tiene potestad alguna para expulsar a sus colonos -sean judíos, sean palestinos-. Todos han oído distintas voces pero de un mismo Dios, mas ninguno tiene el poder moral de imponer su convicción por la fuerza.... y así podríamos seguir y seguir, para no llegar a ningún sitio. Hay en la Tierra de Canaan un muro infranqueable, un frontera inexpugnable, un cordón de acero irrompible: en la Tierra de Dios hoy vive el egoísmo.
En fin, Señor, mi querido Señor, ¡pero qué triste es lo que está ocurriendo en tu Tierra!
(Dedicado a los judíos y palestinos que sufren día a día el odio entre sus hermanos)
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