Os
propongo otro cuento que escribí hace algún tiempo. Espero os guste, se
llama "El baile de las
flores":
María traía un trabajo del cole para hacer en casa: una
redacción. Pero María, aquella tarde, no sabía de qué podría escribirla.
Por más que miraba a su alrededor, pero nada se le antojaba interesante.
Vio por la ventana una bandada de golondrinas que, cual diminutas avionetas, surcaban el cielo que poco a poco comenzaba a oscurecerse, pero tampoco se le ocurría ninguna historia apasionante. Como de costumbre, riñó con su hermano Juan, discutió con su madre y resopló varias veces al oír las órdenes de su padre de tal modo que, sumado a la poca imaginación que tenía aquella tarde, aquello terminó por desesperarla. Más tarde llegó la hora de la cena, luego la hora de rezar y, cuando se disponía a escribir su redacción, María se quedó dormida sobre su escritorio. Pero María notó que alguien, con una voz muy cálida, la despertaba llamándola desde el alféizar de la ventana de su habitación:
-Pssh, pssh, María, despierta.
-¿Quién eres tú? (dijo María sorprendida al ver a semejante personaje en su ventana)
-Soy el señor clavel.
Atolondrada por despertarse de aquel profundo sueño y, no menos conmocionada por lo que veía, María se encontró de pronto conversando con un clavel de un color rojo intenso que le hablaba y gesticulaba como si de un galán se tratase.
-¡Increíble! estoy hablando con una flor, esto debe ser un sueño (pensó en voz alta María).
-No preciosa, no estás soñando, es cierto. Vente conmigo al jardín. Hemos preparado una fiesta en honor de la princesa (le dijo el señor clavel).
Con una de sus largas hojas, el señor clavel tomó de la mano a María y la condujo elegantemente hasta el jardín de casa. También notó cómo poco a poco todo engrandecía a su alrededor, hasta que, sin darse apenas cuenta, se vio a la misma altura del clavel. “¿Qué me está pasando?” -se preguntó María muy aturdida-. “No te preocupes -contestó el apuesto clavel-; en cuanto termine el baile, volverás a tener tu tamaño natural”. Todo era mágico aquella noche. María estaba cada vez más impresionada.
En el jardín, María alcanzó a oír una suave música entonada por un trío de ruiseñores. También adivinó a oír algunas risas, así que se quedó observando unos instantes y vio un espectáculo sorprendente: el jardín estaba iluminado por cientos de luciérnagas que revoloteaban sobre las corolas de decenas de flores que reían y bailaban; había un grupo de margaritas que se reían mucho y tomaban copas mientras miraban a unos narcisos que se pavoneaban delante de ellas muy engreídos de su propia elegancia y que intentaban flirtear con ellas. Más adelante vio parejas de rosas y gladiolos bailando valses, así como jacintos que servían como camareros en la barra de un bar portando nenúfares a modo de bandejas y vasitos de néctar de miel silvestre.
Cuando pararon los valses (tocados por una orquesta de crisantemos, geranios y begonias) salieron a cantar unas amapolas guapísimas acompañadas de un jacinto que tocaba un piano. En otro rincón, un pequeño coro de claveles rojos tocaban guitarras, panderos y flautas animando a un pequeño grupo de gitanillas que bailaban flamenco.
María no salía de su asombro. Era increíble poder estar en medio de aquel tumulto y disfrutar de aquella increíble fiesta.
El señor clavel invitó a tomar un jugo de pomelo a María, la cual aceptó sin dudar la invitación. Además, como se había despertado sobresaltada, no le venía mal tomar un trago y apagar la sed que la emoción del momento le estaba produciendo.
De pronto paró la música y unas vinagretas comenzaron a tocar sus trompetas:
-¡Tarí tararí tarííííííí! ¡¡Su alteza imperial la princesa orquídea!! -anunció un circunspecto gladiolo-.
Al momento bajó las escaleras formadas por unos helechos de intenso color verde, la princesa Orquídea, bellísima, flanqueada por cuatro varas de juncos que la transportaban en un tálamo tejido con cañitas de bambú.
Todas las flores aplaudían y hacían reverencias a tan sublime dama. En este momento comenzaba el baile oficial: la orquesta, formada por jacintos, crisantemos, begonias y flores del paraíso, comenzó a tocar una vienesa. Todos los gladiolos, jacintos, narcisos, crisantemos, geranios y claveles fueron a tomar sus correspondientes parejas: margaritas, begonias, lotos, rosas, campanillas y clavellinas.
María disfrutaba del espectáculo como la mejor de las invitadas.
Sin embargo, desde la verja del jardín, unos cardos y unas ortigas que no habían sido invitados a la fiesta, observaban maliciosamente el espectáculo, y también se preguntaban quién era aquella flor con forma de niña. Uno de los cardos le dijo: “¿quién eres tú, pequeña?”; a lo que María contestó: “soy María, vivo en la casa del jardín, ¿no me habéis visto nunca?”. “No, no, nunca te hemos visto” -le dijo uno de los cardos-, “acércate para que te veamos bien”. Pero en ese preciso momento, dos margaritas vinieron rápidamente a avisar a María que uno de los claveles blancos deseaba bailar con ella. “No sé bailar” -dijo la chica-. “Déjate llevar” -le contestaron las margaritas-. Y así, poco a poco, como en un cuento de hadas, María se vio bailando rodeada de una multitud de elegantes flores vestidas con sus mejores galas que la aplaudían sin cesar.
La Princesa Orquídea dio su consentimiento y el jacinto que tocaba el piano se dispuso a tocar una de sus mejores baladas. Las amapolas cantaban a coro y una adelfa cantó al unísono de los ruiseñores.
María se sentía muy feliz. El elegante clavel blanco bailó varias piezas con ella y, más tarde, quiso tener un rato a solas con ella así que, sin pensarlo, salieron del corro a tomar un jugo de naranja. Pudieron respirar la suave brisa primaveral perfumada por las flores de azahar que custodiaban el jardín. El clavel blanco quiso acercarse a la verja, y María asintió.
“¿Cómo te llamas, preciosa?” -preguntó el flamante clavel-; “María, ¿no me conoces?, vivo aquí desde hace años”. En ese momento, una de las ortigas, instigada por la envidia del resto de sus compañeras y, desairada por no haber sido invitada a la fiesta, tocó a María con una de sus hirientes púas y la chica pegó un sobresalto: “¡Aaaayyyy!” -gritó-. “¿Qué te ocurre preciosa?” -le preguntó el galán-. “He notado un...., aquí en el brazo..., como una especie de..., no sé, me pica..., me duele...., aaaayyy.....”. Y así se desvaneció en brazos del galante clavel blanco.
Despertó en su habitación, echada sobre el escritorio, allí donde se había quedado dormida y, aturdida, miró el despertador en la mesita de noche: eran las seis de la mañana. “Pronto amanecerá y yo..., aquí... ¿dónde estoy exactamente?” -se preguntaba la chica mirándose a la vez el brazo levemente hinchado por un pinchazo venenoso-.
“Creo que ha sido un sueño, pero el brazo me escuece...” -no sabía muy bien María qué había pasado la noche anterior-. La ventana estaba entreabierta y, en el alféizar, pudo ver unos granitos de polen y unos pétalos de clavel. “No ha podido pasar, no ha podido pasar” -se repetía una y otra vez-.
Pero María ya supo qué historia contar en su redacción.
Había conocido los entresijos del jardín.
Había hablado con claveles y margaritas, había disfrutado de la música de los jacintos, gladiolos y crisantemos; pero lo más importante, había descubierto la envidia de las ortigas y los cardos.
María aquel día, supo cómo no siempre el bien propio produce alegría en los que continuamente le rodeaban.María, lamentablemente, vio cómo la envidia la despertó de su precioso y fantástico sueño.
-Dedicado a mi esposa-
3 comentarios:
Bonito cuento.
Como siempre, cada fábula tiene su moraleja.
Yo saco en claro que nunca nuestras actitudes ni nuestros triunfos son del agrado de los que nos rodean.
Saludos
Muy bonito, sí señor...
Muy bonito y muy cierto... se parece a un cuento de Andersen 👏👏
P.D.: qué mala es la envidia
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