
Del cubo que se derrama, la totalidad de su agua
es imposible de recoger; el papel que arrugamos, por más que nos empeñemos,
jamás volverá a presentarse terso y con la suavidad suficiente como para que
podamos escribir sobre él dulces palabras, pero además, si arrojamos un vaso de
cristal al suelo, nos resulta tarea imposible el intentar recomponer, con los
diminutos y dispersos trozos de cristal, aquel suave recipiente que nos brindó
deleitarnos el paladar con su delicioso contenido.
Eso mismo ocurre cuando
hablamos mal de nuestros semejantes (sí, semejantes, recordemos que eso somos,
semejantes en todo): la fama queda totalmente desparramada por el suelo y es
imposible volver a recogerla porque, inmediatamente, se evapora, exactamente igual
que el agua; su semblante queda arrugado y, por más que volvamos a contemplarlo,
sólo percibiremos la fealdad de sus arrugas, sin posibilidad de esbozar sobre
él el menor atisbo de belleza y, por supuesto, toda su persona, toda su alma,
todo su ser, quedan destrozados ante nosotros cual vaso de cristal arrojado a
nuestros pies y ante el cual, la única opción que queda, es barrerlo para no
herirnos los pies con el resultado de nuestra magnífica proeza.
Quizá nos suene a sandez, o nos resulte ciertamente ridículo, o incluso pueda llegar a ser insignificante, pero ese es, ni más ni menos, el
resultado de algunas de nuestras “opiniones”.
Sin embargo, lo más gracioso de todo esto, es que este es uno de
nuestros deportes preferidos.
Buen domingo a todos.
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