miércoles, 23 de diciembre de 2009

Soy un NAVIDÓFILO

Seguro que la palabra en sí no existe (de hecho la he buscado y seguro que he cometido una tremenda "blasfemia lingüística" (espero que mis amigos lingüistas no me regañen).


Pero es que me siento así: amo la Navidad, me encanta la Navidad, disfruto con la Navidad.

Es tiempo de alegría, de ilusión, de escuchar más atentamente a los niños, de llamar a los amigos que nunca ves, de reunirse con la familia, los vecinos, los hermanos de la comunidad, los de la parroquia... Pero lo más importante: es el tiempo ideal para volver a invitar a Jesús para que entre en nuestras casas (por si acaso alguna vez se nos olvida llamarle).

Os deseo a todos los que me visitáis unas muy felices fiestas de Navidad y que el Niño Dios os conceda todo aquello que vuestros corazones anhelan: Paz, Felicidad y Amor.

En estos días de celebración de la Vida estaré de vacaciones con mi mujer y mis hijos.
¡Qué días más hermosos me esperan!
A la vuelta os contaré.

Un fuerte abrazo a todos y que Dios os bendiga.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

El sabor de lo amargo

Nunca dejan de ser amargas las despedidas.
De veras, nunca dejan de serlo.

Da igual la forma y el lugar, el espacio o el tiempo...
Da igual. Siempre que se despide a alguien, queda dentro el vacío de dejar de ver a la persona a la que despides, sea para una hora, un día, un año o toda la vida; da igual, sigue siendo amarga.

Llevo más de dos semanas despidiéndome de compañeros a los que la empresa en la que trabajo está despidiendo sin más razón que la de la crisis que nos rodea (claro, crisis para unos, pero para otros..., me río yo de la crisis).

En fin, espero que, como dice el Salmo, "la amargura se me vuelva paz" cuando toda esta pantomima de la crisis toque a su fin.

Un saludo a todos; a los que aún estáis y también, porqué no, a los que no pude o no podré despedirme.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Tardes de otoño

Pudo ser quizá un martes, un jueves, un lunes..., qué más da: era, sin lugar a dudas, una típica tarde de otoño. El sofocante calor del verano iba poco a poco despidiéndose y las tardes comenzaban a acortarse; comenzaba aquella época dulce por sus frutos pero triste por sus cortos y lluviosos días; despertaba esa estación en la que cada uno pone comienzo a sus deseos, inicia sus carreras, emprende sus proyectos..., una tarde como tal te me diste a conocer, mi querido amigo Emilio.

Éramos jóvenes estudiantes comenzando nuestra ilusión universitaria. Ante nosotros se abría una etapa desconocida pero también apasionante, nueva para nosotros pero no por ello menos singular: comenzábamos nuestro primer curso en la universidad.

Pero pasaron días sin que nuestras vidas se cruzasen: tú ibas con tus amigos; yo iba con los míos; tú te sentabas en las primeras bancas del aula, yo siempre me iba hacia el final; tú cogías el bus de la zona oeste de la ciudad y yo montaba en el de la zona norte, o quizá conducía mi propia moto... Pasaron varios días como digo y, recordarás aquella profesora de latín a la que ambos conocíamos:

"Yo te conozco" -te dijo apuntándote con su dedo-
"Y yo a ti, jejeje..." -contestaste con una tímida sonrisa-

Para mis adentros me dije: “¿quién será ese chico al que saluda Virginia?” (así se llama aquella profesora). Al final de clase, en el vestíbulo del módulo Virginia y yo nos saludamos cordialmente. Desde una prudente distancia (siempre prudente, como tú mismo has sido siempre, prudente hasta el extremo) recordarás que me observabas, hasta que te me acercas y me preguntas: “¿eres de comunidades?” (sublime pregunta) y yo me defendí con mi elocuente respuesta: “¿por qué me lo preguntas?” (yo como siempre, con mis respuestas directas, así me parió mi madre, lo siento), y tú, mi querido Emilio, todo prudencia desbordante, te atreves a decirme: “es que..., como saludas a Virginia y le preguntas por Manolo, al cual también conozco y,... como tu cara me es familiar...”. ¡Ay Emilio! ¡cuán prudente has sido siempre!

"¡Pues claro que soy de las comunidades! Mi parroquia es la de Cristo Rey, pero, ¿de qué me conoces?" -estúpida pregunta, ya que nos habíamos visto un montón de veces en las convivencias de principio de curso-.
"Yo soy de San Patricio, hemos debido coincidir en alguna convivencia, o bien el viaje a Roma..." –claro, en donde si no íbamos a coincidir -.

Y así fue nuestro primer encuentro, mostrándonos cada cual como éramos, sin tapujos, sin retorcimientos ni vanas y superfluos cumplidos educacionales. Y así se presentó aquella tarde de otoño de mediados de un mes de octubre de hará unos veinticinco años.

Algunos días más tarde ya nos saludábamos con más cordialidad y simpatía, comenzamos a intercambiarnos preguntas con el fin de recabar datos el uno sobre el otro ¿te acuerdas?, tomamos algunos cafés, me presentaste a tus amigos (uno de ellos era Daniel), yo te presenté a los míos..., en fin, cosas típicas de dos chicos que se caían bien.

Semanas más tarde cambié el turno en la universidad y pasé a las clases de la mañana. Tú te quedaste en el turno de tarde, así que nuestras vidas se separaron momentáneamente para, cada cual, seguir su propio camino. Para el siguiente curso cambié la especialidad y pasé a Geografía e Historia y tú continuaste en Filología, así que seguimos separándonos.

Uno o dos cursos más y volví al turno de tarde, y entonces volvíamos a encontrarnos, pero poco más, simplemente un “hola ¿qué haces?” para continuar con un “ahí estamos chaval” y concluir con un “vale, taluego tío”, y poco más.

De aquella época no hay mucho más que recordar. Bien sabes que poco pudimos intimar, ya que tú seguías tu camino, tus amigos, tus cosas... y yo seguía por el mío.

Más tarde llegó el tiempo de las chicas, y aquí nos cruzamos de nuevo: comencé a salir con Mª Carmen ¿te acuerdas? (y aquello comenzó también una dulce tarde de otoño), y tú ya salías con Susana. Como Mª Carmen era de tu parroquia pues no era difícil que nos viésemos. Pero todo seguía en la misma línea: tú seguías adelante con tu Filología y yo peleaba entre Geografía e Historia y mi trabajo, que pasado un tiempo tuvo más fuerza que yo y abandoné la carrera a medio camino. Así que, entre que no seguíamos vidas paralelas, que tampoco vivíamos en el mismo barrio, como tampoco nuestros amigos eran los mismos, pues no llegamos a ser amigos, pero yo te apreciaba, es curioso, y sé que tú a mí también (curioso también).

Pasaron más años y, con nuestras vidas ya formadas, nos volvimos a encontrar (otra tarde de otoño). Me faltaba un par de escasos meses para casarme con Visi, la chica con la que llevaba ya tres años saliendo; tú aun no llevabas dos años casado con Susana y ya teníais a vuestro hijo Ale. Comenzaba una convivencia de inicio de curso en el Hotel El Pinar y yo le dije a Visi: “¿ves a esos?, pues esa es la gente de nuestra nueva comunidad” a lo que Visi dijo “pues vamos a saludarles ahora mismo”. Pero yo, como siempre, y con mis habituales deseos de comunicación e interrelación, le contesté que era mejor dejarlo para otro momento; y así fue. Al siguiente día, por la tarde, nos acercamos a vosotros (estabais charlando con Vicente) y os dijimos:

"-¿sabéis una cosa?, nos casamos en dos meses y vamos a ir a caminar con vosotros a vuestra comunidad."
"¡Perita!" (contestaste todo emocionado)
"¿no me lo digas?, no puedo creérmelo" (prosiguió Susana, bien alterada)
"¡Anda qué gracia!" (decía Miguel, el respon de entonces)

Y así volvimos a cruzarnos. Pero esta vez iba en serio. Ya no podríamos ser amigos; ahora sería una cosa mucho más profunda. Esta vez se trataba de que tu vida y la mía se fundirían en el cuerpo de una comunidad de hermanos en la que todos caminaban hacia una misma meta: encontrarse con el Señor.

¡Cuántas tardes de todas las estaciones hemos vivido juntos! ¡Cuántos dones recibidos día tras día, semana tras semana, noche tras noche en la serenidad de nuestra comunidad! ¡Cuánto nos hemos reído, como también, cuánto hemos llorado juntos! Poco tiempo después fuiste nuestro responsable y, ¡ay madre mía!, fui testigo de cuán difícil te resultó aceptarlo. Pero ahí tuviste a Susana, siempre firme y serena, como fuerte columna, sustentando todo el edificio de tus agobios y quebraderos de cabeza.

Y luego fueron naciendo tus otros dos hijos. También nacieron los míos, y te ofrecí que apadrinases a mi quinto hijo y tú, con toda la ilusión (lo cual me honra), aceptaste y te convertiste en mi compadre (y nuestras esposas en comadres.... que no es poco). Fue un tiempo muy feliz; fueron unos años estupendos aquellos. Vivíamos nuestra fe en comunidad, nos sentíamos libres para salir juntos o para no salir nunca; éramos libres para corregirnos mutuamente, como también a nuestros hijos. ¡Qué tiempo más hermoso! Pero, llegado el momento, de forma brusca y despiadada, llegó el sufrimiento a tu vida (y a las nuestras también).

Tu mujer detectaba algo extraño en tu hijo Emilito y, claro está, aquello que no detecte una madre... Le diagnosticaron una terrible enfermedad; una enfermedad a la que nos resistimos a enfrentar, una enfermedad maldita entre las malditas. Y también esto ocurrió en una tarde de otoño.

Y comenzó la lucha, como tampoco faltaron las lágrimas; y vino el desaliento, como tampoco faltó el apoyo de la oración y el amor de tu mujer. Y seguiste luchando con tu mujer... y ahí estuvimos los demás, apoyándote, animándote, queriéndote muchísimo, ¿te acuerdas Emilio? ¡Qué don tan precioso poder servirte así! ¡cuántas gracias hemos de dar a nuestro buen Dios por todo cuanto nos concedió vivir con vosotros!

Luego tu hijo pareció curarse, pero la enfermedad volvió dos años más tarde. También en otra tarde otoñal. Y no contenta con estar pegada a tu hijo, la enfermedad, enamorada de tu familia, pegó en la puerta de la casa de tu padre, y entrando, se quedó a vivir con él. En aquellos momentos parecías volverte loco: no sabías para dónde ir, no sabías adónde mirar, no podías creerte lo que estaba pasando. Pruebas médicas, operaciones, consultas; luego otras pruebas, más operaciones, más consultas; y seguían las pruebas..., y las operaciones..., y más y más consultas... Te sentí agotado, sin fuerzas ya ni para rezar. El dolor se apoderó de tu rostro y ya no parecías ni el mismo. Hasta eché de menos tus bromas y tus chistes. ¿Qué te pasó Emilio? ¿Cómo es que vino la vida tan de repente con esas ganas de abofetearte?

Mas tu hijo se curó. Recuerdo aquella tarde en tu casa cuando me preguntabas en medio de la angustia: “Juanjo, amigo, ¿va a curarse mi hijo?” y yo te contesté: “en ello estamos, confía en el Señor”. Y tu hijo se curó. Pero la enfermedad seguía enamorada de vosotros, y llamó a tu puerta... pero tú no sabías que era ella; y siguió llamando a la puerta..., hasta que entró y se quedó. Y le robó a Susana su tesoro. Y le robó a tus hijos la gracia de tenerte con ellos.

Comenzaste a luchar denodadamente para salir de aquella encerrona, pero pudo contigo: lo vimos Emilio, sí que lo vimos, ¡anda que si lo vimos! Mas tú no querías verlo, pero se iba apoderando de ti, te fue seduciendo hasta que te llevó a su lecho. Quisiste dejarla un par de semanas para venir con nosotros a Tierra Santa, pero ¡qué va!: ella no estaba dispuesta a dejarte, es más, aquí te agarró con mucha más fuerza. Te quería para ella, ¡maldita seductora!

Pocas semanas más tarde pude verte y hablar contigo. Curioso pero, estas conversaciones también fueron durante las tardes de otoño. Comenzaba a hacer frío; llegaron las primeras lluvias; las hojas caducas empezaban a deslizarse por las aceras; las tardes cada vez nos mostraban antes su fin... todo preparado para mostrarme tu propio ocaso. Y sufrías muchísimo de ver cómo aquella enfermedad te sedujo y no te dejaba ni salir de su habitación; y sólo pudiste apenas rezar conmigo algunas tardes; y tan sólo me permitías tomar tu mano y llevarla a tu mejilla, momentos en los que balbuceabas y apenas podías decirme: “¿ves qué frío tengo el rostro?”

En aquellos momentos mi corazón se encogía de tristeza porque veía cómo te ibas de nuestro lado. ¡Cómo me faltó la fe en aquellos momentos! ¡Cuán cobarde me sentía! ¡Cuánta fragilidad la de todo lo que nuestros sentidos captan! Y de camino a casa intentaba oír tu voz riendo y bromeando; intentaba verte cogido de la mano de Susana y con tus hijos por delante; procuraba recordarte en la comunidad, en las convivencias, en la playa, en los ágapes, en las conferencias... Mas en mi retina, la angustia sólo me permitía retener la imagen de aquellos amargos momentos, de aquel brutal sufrimiento, de las ansias de poseerte que demostraba aquella enfermedad. Y aquí fue donde ya no pudiste más y te rendiste: aceptaste que la enfermedad te sedujo, te dejaste seducir, y la enfermedad con ella te llevó. No obstante tuviste la fuerza y el coraje de aceptar tu muerte cual toro bravo segundos antes de ser estocado. Entonces, una vez que te pusiste a bien con Dios, una vez que aceptaste que te ibas adonde tenías un sitio reservado, hablaste con toda tu familia, con Susana, con tus padres, con tus hermanas, con tus hijos... ¡qué hermosas debieron ser aquellas palabras! Horas más tarde pude verte, agonizando. Parecías un niño pequeño, así recostado, con aquella respiración entrecortada y aquellos ojos entreabiertos. Serían las doce del mediodía; comenzaba otra tarde otoñal; y te dije al oído: “Emilio, prepárame un sitio”, y abriste tus ojos y, susurrándome al oído, con una voz muy cansada me dijiste: “claro, allí nos veremos Juao”..., y me diste un beso.

Aquel día supe qué se siente cuando a un hombre lo besa un santo. Aquel día volví a experimentar que de verdad hay un buen Dios. Aquel mediodía comenzaba una nueva etapa en nuestras vidas. Aquella tarde fue cuando tu cuerpo nos dejó para hacer una sublime reserva en el cielo.

Aquella fue, nuestra última tarde de otoño.

-Emilio nos dejó para ir al Padre el 2 de diciembre de 2008.
Para él, todo mi cariño y todo mi recuerdo. D.E.P.-