miércoles, 24 de marzo de 2010

La gata Rigoberta (cuento breve)


Rigoberta, la gata común que quiso ser gata persa

Rigoberta era una gata romana común que vivía con su familia y sus amigas entre los cubos de basura de una modesta barriada en los arrabales de una conocida ciudad europea. Jugueteaba a la pelota con sus amigas Tripi y Trapa, dos gatitas mellizas, la una blanca y la otra negra, cuyos padres se habían divorciado hacía unos meses y ellas pasaban de todo un poco, menos de su coleguita Rigoberta (“Rigui”, como la llamaba Tripi, o ”Berta”, como la llamaba Trapa).

Pero un día Rigoberta vio en una revista a unas elegantísimas gatas persas que pasaban el día de tiendas y coqueteando con los más ariscos y estúpidos linces ibéricos y gatos monteses venidos de la Penibética. Y se dijo “quiero convertirme en una de ellas”. Así que, sin más ni más, dijo a sus coleguitas: “tías, me voy al centro de compras”. Y ya no la vieron nunca más.

Rigoberta conoció a un lince ibérico, algo canijo y desmarañado, pero que sabía decir muchas cosas sin apenas decir nada y, fíjate qué cosas, todo el mundo se lo creía. Tal era el punto que supo congraciarse con un conocido empresario que se lo llevó a su casa de la playa. Así que se fue a vivir con él y consiguió sacarle todo el dinero que pudo. Se compró numerosos collares, se hizo extensiones, afiló sus uñas con el tronco de la araucaria que había en el jardín de casa y consiguió por fin codearse con las gatas persas de la revista. Hasta se cambió de nombre, y ya no quiso ser ni “Rigui” (como la llamaba su coleguita Tripi) ni “Berta” (como la llamaba Trapa), sino que quiso llamarse “Betty” porque eso de Rigoberta le sonaba un poco cateto.

En las cenas de sociedad (en donde se servía todo tipo de suculentas espinas de bacalao vizcaíno, cabezas de gambas al pil-pil y patas de centollo de los mejores cocederos) las gatas persas se miraban entre ellas (con esa agudeza, hálito de misterio y finura que sólo ellas saben usar) y se decían entre guiños: “aquí hay gato encerrado”. Y tanto que lo había.

Vinieron los años de la decadencia en que cambiaron los gobiernos, cambió la moneda, el mercado se deterioró y la gente perdió sus trabajos. Y el lince tuvo que dejar la casa de la playa he irse de nuevo a los bosques de la Penibética, así que despidió a Rigoberta (alias Betty) la cual, en un ataque de ira y de impotencia, se desmarañó las extensiones que tanto dinero le costaron hasta que dejaron ver su pelo natural de gata romana común, arrojó los collares contra la pobre araucaria y clavó las uñas en el suelo para lanzar un fuerte grito como una ordinaria gata en celo desesperado.

Ante semejante espectáculo, sus nuevas “amigas” las gatas persas, miraron avergonzadas hacia otro lado y se marcharon a su club privado a jugar una partida de minigolf y ordenaron que la desterrasen al estercolero de la ciudad, en donde, según dicen, sigue gritando de desesperación, porque allí sólo viven las ratas y los gatos comunes no frecuentan esos barrios.

Por su parte, Tripi y Trapa han conseguido casarse y tener hijos, a los cuales llevan al colegio y después ellas desayunan juntas todas las mañanas. Son felices y, las revistas, ni las miran, ya que alguien les ha contado una historia de una tal Betty que fracasó en su intento de ser una gata persa de alta sociedad.