domingo, 9 de diciembre de 2018

Homenaje a Monti


Juan José Castillo Herrera
Un humilde homenaje a Monti
Pocas son las personas que, llegada una determinada edad, son capaces de dejar en nuestro interior tan profunda huella y marcarnos para el resto de nuestras vidas. Tal es el caso de nuestro querido Monti, el profesor don Juan María Montijano quien, habiéndose cruzado en mi camino tras mi reincorporación a la universidad supo, sin quererlo, marcar mi rumbo y mis futuras líneas de investigación en el ámbito académico.
Tras un largo paréntesis de más de dos décadas, decidí reincorporarme a la universidad con el deseo de concluir mis estudios de Historia del Arte, los cuales quedaron inconclusos por razones que no vienen al caso. Mas lo que comenzó cual simple pasatiempos, o como mera ampliación de conocimientos y cultura general, se convirtió, en menos de 3 meses, en la pasión que Monti me inyectó y que ha conseguido cautivarme para el resto de mis días.
Recuerdo el día que entró por primera vez en el aula, ataviado con su habitual sombrero negro y gafas de sol, su maletín colgado del hombro, y una sonrisa socarrona muy difícil de interpretar. Sólo bastó un cruce de miradas, seguido de una sonrisa cómplice y algo traviesa para, en cuestión de minutos, darnos un apretón de manos en el vestíbulo del módulo de aulas y comenzar a forjar nuestra amistad. Y Monti tan sólo había dicho una frase que me marcó para el resto de mi vida académica: “Los miembros de la Academia neoplatónica de Marsilio Ficino defendían que, el Reino de los Cielos, no sólo estaba reservado a los hebreos, sino también a los vecinos de las naciones paganas, y que, con la contemplación de la belleza de los dioses griegos y romanos, podrían llegar a descubrir a Dios”. A partir de ahí supe cuál sería mi línea de investigación y estudio, y fue ese el momento en que decidí que mi reingreso en la universidad debía convertirse en mi absoluta reinvención laboral y académica.
Muchos fueron los ratos que pasé en su despacho hablando de nuestras propias vidas, tanto a nivel personal, como académica. Teníamos similares valores humanos, y coincidíamos en gran parte de nuestra concepción de la vida. También nos apasionaba la arquitectura, y por supuesto el discurso humanista. Muchos fueron sus consejos, y varias veces tuvo que soportar mis desahogos. Un día consiguió hacerme llorar en su despacho, porque su gran capacidad humana, su inmenso corazón, y su absoluta e inefable paciencia, hicieron que me viese pequeño y vulnerable, mas él me dio un abrazo y finalizaron, para siempre, tamañas angustias académicas.
Sus clases magistrales eran divertidísimas, si bien hay que reconocer que había veces que costaba seguir el hilo de su discurso. Nunca pude ir con él a Roma, ni tampoco disfrutar de las becas que él mismo gestionaba y que me animaba a solicitar. Pero sí disfruté con él de un breve viaje a las ciudades monumentales de Úbeda y Baeza, consiguiendo fascinarme con su habilidad para interpretar la arquitectura renacentista y barroca, amén de conseguir, con su tenue, pero a la vez penetrante voz, persuadir a todos sus oyentes y captar su atención. Allí comimos juntos, tomamos café juntos, paseamos juntos, y también ¡cantamos juntos!
A pesar de tantas horas de docencia, y a pesar de ciertos sinsabores que los alumnos provocan en las aulas, no puedo más que recordar buenos momentos a su lado. Su mirada de cariño cuando nos cruzábamos en los pasillos, nuestras conversaciones en su despacho, cuando tuve la suerte de colaborar en el Departamento de Historia del Arte y poder trabajar codo con codo con él, al igual que con el resto de profesores, sus llamadas de teléfono cuando sabía que me encerraba a estudiar y que necesitaba una palabra de ánimo cuando me veía obligado a desatender mis obligaciones familiares… Son tantas y tantas las horas vividas con él, tantas las vivencias, y tan gratos los recuerdos que, no es difícil sentir que el alma se inflama hasta producir un amargo nudo en la garganta, nudo que se dulcifica finalmente al recordar su voz, sentir la caricia de su mirada, y por supuesto, sus reconfortantes apretones de manos y su mano puesta en mi hombro.
Monti no es solo un profesor de la universidad. Monti es Monti, y siempre será Monti, y esté o no presente, siempre vivirá en mi corazón. Aún tengo la esperanza de cruzarme con él por los pasillos, y todavía los pasos se me dirigen solos hacia su despacho cada vez que voy a la facultad. Tengo sus libros, guardo sus trabajos, sus apuntes, y es mi referente académico, pero el tesoro que mejor conservo es su sonrisa y su cariño. Muy difícil será que este hueco vuelva a llenarse dentro de mí.
Hasta siempre, Monti. Los putti del cielo te recibirán a bien seguro con sus brazos abiertos, te rodearán con sus alitas, y te prepararán un buen sitio para que descanses. Doy gracias al cielo por haberte cruzado en mi camino.

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