miércoles, 8 de agosto de 2018

A veces la muerte es bella


La imagen puede contener: cielo, casa, exterior y naturaleza

Siempre que entro en una sala de cualquier tanatorio pienso lo mismo: “qué fea es la muerte”. Pero a veces la vida, y la misma muerte que, dicho sea de paso, forma parte de la propia vida, te sorprende cuando ves el poder encontrar belleza entre lo supuestamente feo.

Hoy he tenido el honor de despedir a mi querida Asunción. Una mujer fuerte, valiente, con una fe inquebrantable, dispuesta a morder el polvo, cuando ni siquiera había polvo alguno que morder. Fui testigo de muchas crisis, de muchos sufrimientos, crisis y sufrimientos de todo tipo. Pero yo solo era un adolescente, un adolescente que, como bien indica la palabra, adolecía de todo tipo de conocimiento sobre la vida, las dificultades, los sufrimientos. Entre mis risas, mis locuras, y mis simples ganas de pasarlo bien en todo momento, aquella Asunción se tragaba sus lágrimas para que su hijo más pequeño, mi amigo del alma, aquél con quien tantas cosas he vivido, tantas veces me he peleado, y tantos años he querido, tuviese una vida digna.

Cuando sabía que había discutido con su hijo, apretaba los labios y me decía que éramos unos burros; cuando íbamos a salir con los demás amigos siempre me decía que vigilase a su hijo porque yo era el que más talento tenía; y cuando no iba a su casa preguntaba dónde estaba yo, porque no quería que me enfadase con su hijo. Y su hijo, ese hijo que siempre estuvo con ella en todos los momentos, en los fáciles, que fueron pocos, y en los difíciles, que fueron casi todos, siempre me quiso con locura, y yo a él. Fuimos casi hermanos, y como hermanos que éramos, siempre andábamos discutiendo.

Vivimos muchas cosas, muchísimas, todas ellas bellas y amables. Su casa era mi casa y mi casa era la suya. Su nevera era la mía y mi nevera la suya. Y Asunción, aquella querida Asunción, al poner la mesa incluso me decía: “tú sabes dónde están las cosas, empieza a poner la mesa”. Cuántas veces he dormido en tu casa, cuántas veces me he sentado a la mesa, cuántas veces me has recibido en tu casa del pueblo…

Hoy te despido para no verte más entre el cielo y la tierra. Y ha sido bellísimo despedirte, porque tu hijo, mi amigo del alma, lloraba como un niño pequeño desconsolado despegado de su madre, y he podido volver a abrazarlo y besarlo. Aquel niño pequeño que siempre estuvo contigo, hasta el final, y que te quería con locura. Y ha sido igualmente bellísimo, porque he relatado a tus nietos estos más de treinta años de amistad con tu hijo, contándoles nuestras locuras, nuestras aventuras, nuestros enfados, nuestra… amistad. Aquellos veranos en el pueblo, aquellas tardes en tu salita, aquellas largas noches en que no sabías dónde andábamos.

Sí, a veces la muerte puede resultar bella. No sólo bella, sino bellísima. Bella porque se resucitan momentos que quedaron atrapados en el tiempo; bella porque me has permitido volver a subir al pueblo, ese pueblo que me dislocaba; bella simplemente porque, tras mis relatos, tus nietos adolescentes han dejado escapar sus lágrimas, lágrimas de mucho amor, de mucho cariño, de mucha ternura hacia tu niño, ese tu niño pequeño, mi… amigo.

Hasta siempre Asunción. Espero verte en el cielo.

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